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Las locomotoras de la historia

Frenéticas, irascibles, vigorosas, las revoluciones han forjado la historia moderna universal. Dieron cuenta del viejo mundo que moría ensangrentado bajo sus pies, al tiempo que creaban sobre la marcha uno nuevo, sin perder un solo segundo en el vertiginoso trance. Las revoluciones alumbraron naciones poderosas que se enfrentaban con su pasado y sin titubear emprendían la marcha hacia un nuevo horizonte, modificando en el camino la estructura política y, en el caso de las revoluciones sociales, también la social.


Las revoluciones sociales han sido constantes en la historia moderna, desde la francesa, que marca el punto de salida de la época. La Revolución mexicana, por su parte, fue la primera social del siglo XX, siglo marcado por estos movimientos. Después de ella, seguirían en Rusia, China, Cuba, etc. De acuerdo a la politóloga Theda Skocpol, la Revolución dotó a México de “fuerza para convertirse en una de las naciones postcoloniales más industrializadas y el país de América Latina menos propenso a golpes militares”.


La Revolución se convirtió en el nuevo paradigma mexicano, la última de las grandes transformaciones nacionales. Para marcar distancia con el régimen anterior, lo popular fue elevado al más alto nivel. Se emprendieron las grandes campañas de alfabetización y difusión artísticas, se creaban las primeras instituciones democráticas, el país avanzaba. La revolución era tan grande que bajo su manto cabía todo, hasta sus propias contradicciones.


De la Revolución emanó el partido, el partido hegemónico que lo controló todo por más de setenta años. De la mente de Plutarco Elias Calles se gestaba la aplanadora que lo mismo ilegalizaba partidos izquierdistas opositores, era férreo con la oposición conservadora, cometía fraudes y se establecía siendo todo lo antidemocrático posible, por las vías democráticas. El partido lo concentró todo, al ejército, grupos populares, campesinos, sindicatos, grupos empresariales. Nada se movía fuera del orden establecido. De ahí una de las más curiosas paradojas de la Revolución mexicana, un movimiento que con un discurso popular y nacionalista aplastaba todas las piezas que no querían encajar en el régimen. La Revolución lo cambió todo para que nada cambiara.


La revolución nos colmó de monografías y personajes de representaciones escolares. Trajo a la historia nacional sus últimos hitos: el enigmático Zapata, el bravo Villa, el irreductible Magón, el tibio Madero, el traidor Huerta, entre tantos. También trajo a la constitución, una constitución adelantada a su época, tan adelantada que aún no entra en vigencia del todo.


A ciento nueve años del relámpago que cimbró a México podemos observar el panorama atentamente. La Revolución sigue viva como mito, como todo aquello que fue y lo que no alcanzó a ser. La Revolución está en los avances y en los retrocesos, en las conquistas sociales y el corporativismo sindical, está en cada una de sus instituciones y en su obsolescencia programada.


El gobierno actual, se considera a sí mismo heredero de ésta y las anteriores grandes transformaciones nacionales (independencia, reforma, revolución), pero al momento queda corto en sus aspiraciones de ser esa cuarta transformación. Para que el mito siga vivo tendrá que reinventarse, redefinir su alcance, modificar las estructuras creadas. De lo contrario se agotará, se vaciará su contenido, de lo social no quedará nada y quien sabe que pueda pasar.


Si algo se puede decir de las revoluciones es que llegan cuando nadie las espera y que van en contra de toda lógica, así deben ser. Como si la rabia pudiera articularse ordenadamente, cómo si la indignación siguiera un marco estético. Nunca se sabe cuándo caerá el siguiente relámpago que lo cimbre todo. Nunca se sabe por dónde pasará la siguiente locomotora que acelere el paso de la historia.


Referencia:


Theda Skocpol, (1979). States and Social Revolutions. Cambridge University Press, UK


Imagen:

David Burliuk, Revolution, collage, 1917


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